domingo, 14 de febrero de 2010

2 de febrero

Todavía hoy siento los ojos percudidos por el llanto áspero que desaté aquel martes por la madrugada al llegar al aeropuerto de Barajas. Horas antes había abandonado, casi sin saber por qué, el hospital donde había estado internada la noche anterior. Huí de allí sin haberme repuesto aún de las heridas y casi desnuda: mis posesiones se limitaban tan sólo a un número que me atormentaba al caer mis lágrimas, y al recuerdo del cadalso manchado de sangre. La pérdida de mi identidad eternizaba la desnudez.

Las primeras tardes deambulé escapando de las miradas condenatorias que atribuían a la concupiscencia sudamericana las marcas de brutal violencia en mis senos. Pasaron cinco años, pero desde ese momento todas mis madrugadas son aquella madrugada, todos los fríos aquel frío, todas mis lágrimas aquella lágrima.

Vencida una vez mas por el insomnio, decidí esa mañana ir a la feria donde vendo las artesanías que fabrico en mi casa. Entré a la cocina para preparar el desayuno, (me invade el miedo por la oscuridad húmeda del tabique, me pasan un choclo ya consumido y un plato con polenta fría, doy un bocado y lo paso, a tientas, a quien está sentado junto a mí) tostadas untadas con manteca y jugo de naranja. Lo comí, al igual que casi todos los días, obligándome a hacerlo. Busqué las llaves, y coloqué en una caja de cartón cuidadosamente las artesanías que hice ayer para llevarlas a la feria.

Abrí la puerta del departamento, el único en el que viví en esta ciudad, al mismo tiempo que lo hacía Abelardo, mi vecino, aquél con el que hace algunos meses mantuve una amarga relación (Indefensa, me desnudan entre cuatro personas. Me golpean hasta perder el conocimiento mientras vociferan entre risas deformadas y estentóreas: “nosotros somos Dios y la Patria, es tu obligación servirnos”. Luego, me violan incesantemente durante horas) que no prosperó. Invariablemente, cada vez que hemos intentado hacer el amor rompí a llorar sin consuelo.

¿Lucila, te diriges a la feria?, me preguntó. Joder, tía, que si quieres te llevo en mi auto. (Suba al auto, por favor, me indica con amabilidad impostada quien parecía estar a cargo del operativo. Es solamente para hacerle algunas preguntas sobre su hermano. Cuando él llegue aquí, la largamos. No es contra usted la cosa. Subo con firmeza, despreocupada por mí y también por mi hermano, ya que sé que no anda en nada raro. Apenas arranca el auto me preguntan dónde milita, cuál es su rango y nombre de guerra, dónde están las armas, qué tuvo que ver con el copamiento del regimiento. Estoy desconcertada, lo conozco muy bien y sé que su participación política se limita a algunas tareas de ayuda social. “Tu hermano no es argentino, es un vendepatria”, grita el militar que viajaba a mi lado, acompañando la última palabra con un cachetazo que me hace golpear la cara contra la ventanilla) Gracias, le respondí, pero prefiero tomar el subterráneo.

Estaba abriendo la puerta tijera del viejo ascensor del edificio cuando me topé con los ojos enmarcados en anteojos de sol de Manuel, el cuidador del turno noche, que con aliento etílico me deseó sonriente los buenos días. (Me obligan con patadas a ingresar a un calabozo húmedo y pestilente. Estimo que son diez las personas allí tiradas, todas tabicadas. Se encuentran golpeadas y ruegan clemencia con débiles suspiros. Un militar se aproxima por detrás de mí, me toma del cabello con furia y hace girar mi cabeza sobre su eje; mi cuerpo acompaña el movimiento con lentitud. Veo sus gafas de sol y, esbozando una cínica sonrisa, me desea que disfrute la estadía. Ahora me arroja sobre el cuerpo de un detenido, me incorporo y veo sus piernas agusanadas que me provocan náuseas) Conseguí dominar las arcadas ante la despectiva mirada de Manuel, quien procuró cerrar rápido la puerta del ascensor. Vomité en el hall de entrada el desayuno y la cena del día anterior. Devolví todo excepto los recuerdos, que están anquilosados más profundamente.

El trayecto que separa mi vivienda de la estación de subte lo realicé casi corriendo, pero no por la amenaza del viento de volar mi caja con artesanías, sino por el acecho a mi alrededor de pupilas sigilosas, de nimios ojitos formados por cualquier aparición de dos círculos contiguos. Me observaban desde las baldosas, suspendidos en los balcones, cruzando las calles, en las plazas, desde los autos, en las plumas de las palomas, en los charcos de agua o, incluso, observándome bizcos desde mis manos. Descendí rápidamente por las fauces del subte para ponerme a salvo de aquellas órbitas inquisidoras y secar la transpiración que perlaba mi frente. Normalizar el ritmo cardíaco no fue tan sencillo, a merced de saber que al salir del subte estarían nuevamente allí afuera aguardando por mí.

Percibí la luz que se acrecentaba al fondo del túnel, señal de la inminente llegada del subte a la estación. Permití descender a dos jóvenes e ingresé al vagón, donde la gente se apeñuscaba una sobre otra (me empujan y caigo grotescamente sobre una pila de hombres agonizantes y cadáveres). El calor era sofocante y la cercanía promiscua con las personas impedía respirar con naturalidad. Sin embargo, nadie excepto yo parecía sentirse incómodo. La iluminación comenzó a disminuir su intensidad y mi sudor, que antes sólo había invadido mi frente, ahora lo hacía en toda la extensión de mi cuerpo. (me acuestan en una cama de metal húmeda y mojan mi cuerpo con agua fría. Me preguntan si voy a confesar, si voy a indicarles dónde encontrar a mi hermano. No les contesto, apoyan la picana sobre mis pechos y me aplican una descarga que me contrae a la posición fetal) El subte alcanzó su velocidad máxima y los cables de alta tensión originaron un chispazo al friccionar contra el techo (mis torturadores se exasperan e incrementan las descargas: párpados, encías, vagina, dedos, recto; no lo soporto y me desmayo) no aguanté la situación y me desmayé antes de llegar a la estación.

Cuando recobré el conocimiento estaba recostada en un banco de la estación y era la atracción de algunos curiosos que observaban con morbo mi cuerpo mustio. Un médico acarició con suavidad mi mejilla, y una sonrisa, por primera vez, reemplazó el rictus paranoico grabado en mi rostro (Me despierto en un hospital. Una persona que afirma ser médico se acerca y me asegura que voy a estar bien, mientras me acaricia la mejilla. Luego me besa, y deja bajo la almohada un pasaje de avión a Madrid.) A partir de ese momento, todas mis madrugadas son aquella madrugada; todos los fríos, aquel frío; todas mis lágrimas, aquella lágrima y todo el amor, aquel amor.

6 comentarios:

  1. Me recorrió un escalofrío por la espalda durante toda la lectura.
    En las últimas líneas me emocioné... sabés que soy de llanto fácil y más si se trata de ciertos temas.

    Muy bien cuento, señor. Lo felicito y saludo que me haya hecho caso y haya abierto este blog.
    Confió en que dará buenos frutos.

    Sab

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  2. Fe de erratas: Donde dice "muy bien cuento", debe decir "Muy buen cuento"...
    Es tarde y escribo boludeces!

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  3. Hola Mati,espero que esto sea para vos un paso hacia adelante, me gustó mucho tu cuento... no es fácil escribir sobre un tema del cual se ha hablado mucho... creo que lograste darle tu toque y lo hiciste muy interesante, muy buena la escritura y el formato q elegiste!!! te felicito!!

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  4. Extraordinario... muy emocionante mati! felicitaciones!

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  5. Muy bueno Mat. Es difícil hacer que un cuento te atrape tanto, este lo logro en mí. Me encanta la conexión de recuerdos y realidad. Vas a tener futuro y anda a Tea carajo. Abrazo. Te amo.

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